El gobierno de Daniel Noboa ha optado nuevamente por renovar el estado de excepción en seis provincias y dos localidades del país, una medida que refleja la gravedad de la situación de seguridad en el territorio. Sin embargo, el impacto real de esta política, particularmente en provincias como El Oro, deja mucho que desear. Este último fin de semana, considerado uno de los más violentos a nivel nacional, pone en evidencia las limitaciones de esta estrategia para frenar la ola de violencia que azota a la provincia.

El estado de excepción otorga al gobierno poderes extraordinarios para movilizar fuerzas armadas, restringir ciertos derechos y abordar situaciones críticas con celeridad. Pero en el caso de El Oro, los resultados no parecen justificar la continuidad de esta medida. Las cifras de homicidios y crímenes violentos no disminuyen, y la percepción ciudadana de inseguridad crece exponencialmente. ¿Por qué esta estrategia no ha funcionado en la provincia?

Primero, la implementación del estado de excepción suele centrarse en acciones reactivas, como patrullajes y operativos puntuales, sin atacar las causas estructurales de la violencia. En El Oro, una provincia con fuerte actividad comercial y fronteriza con Perú, el narcotráfico y el contrabando son motores clave de la delincuencia organizada. Combatir estos fenómenos requiere algo más que presencia militar: demanda inteligencia policial, cooperación internacional y estrategias de desarrollo económico y social que reduzcan la dependencia de actividades ilícitas.

El último fin de semana marcó un hito preocupante en la espiral de violencia. La masacre en El Guabo, las balaceras en Machala, asesinatos en Pasaje y robos a plena luz del día dejaron a la ciudadanía aterrorizada. Estos hechos demuestran que los grupos delictivos no solo han adaptado sus operaciones a las nuevas condiciones impuestas por el estado de excepción, sino que desafían abiertamente la autoridad del Estado. ¿Qué mensaje envía esta situación? Que las medidas no están logrando disuadir el accionar del crimen organizado.

La población de El Oro vive entre el miedo y la resignación. Las denuncias de extorsión a pequeños comerciantes, secuestros y asaltos siguen en aumento. Además, la desconfianza hacia las instituciones encargadas de garantizar la seguridad se agrava por la percepción de corrupción y la falta de resultados visibles. Mientras tanto, el discurso oficial parece alejado de las realidades locales, centrado más en justificar las acciones emprendidas que en proponer soluciones integrales.

La violencia en El Oro no es un fenómeno aislado; está enraizada en problemas más amplios de desigualdad, falta de oportunidades y debilidad institucional. Por ello, cualquier solución debe ir más allá de medidas coyunturales.

El presidente Noboa enfrenta, una vez más, un desafío monumental: demostrar que su gobierno tiene la capacidad de devolverle la paz y la confianza a una ciudadanía agotada por el miedo. Solo el tiempo dirá si está a la altura de esta tarea.

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