En tiempos de polarización, posverdad y manipulación masiva, hablar de libertad de expresión sin referirse a la ética y a la verdad es como hablar de democracia sin ciudadanía activa. Hoy más que nunca, urge repensar cómo ejercemos la palabra, cómo la recibimos y qué responsabilidad tenemos en su difusión.
La libertad de expresión es, sin duda, uno de los pilares de la vida democrática. Nos permite disentir, cuestionar, denunciar y construir colectivamente. Sin este derecho, las dictaduras florecen y el pensamiento único se impone. Sin embargo, hay que reconocer que no se trata de un derecho absoluto. Cuando se usa para difundir odio, desinformar o destruir reputaciones sin fundamento, se convierte en un arma peligrosa que puede erosionar la convivencia social y debilitar las instituciones.
Aquí entra en juego la ética, entendida no como censura, sino como brújula moral. Una brújula que nos orienta en medio de un océano saturado de información y discursos contradictorios. Ejercer la libertad de expresión éticamente implica preguntarnos no solo qué decimos, sino para qué lo decimos y a quién afecta lo que decimos. Implica, además, reconocer que nuestras palabras tienen consecuencias y que no todo lo que puede decirse debe ser dicho sin considerar su impacto.
Pero tan importante como la libertad y la ética es la búsqueda de la verdad. En la era digital, donde una mentira puede recorrer el mundo en segundos mientras la verdad aún se está vistiendo, la defensa de los hechos se vuelve un acto de resistencia. La verdad es incómoda, exigente y muchas veces impopular. Sin embargo, sin ella no hay ciudadanía informada, y sin ciudadanía informada, la democracia se degrada en espectáculo.
Hoy, muchas voces usan la libertad de expresión como escudo para manipular y polarizar. Lo vemos en campañas políticas sucias, en medios que priorizan el rating sobre el rigor, y en redes sociales donde la viralidad pesa más que la veracidad. En ese contexto, es necesario recuperar el sentido profundo de expresarnos: comunicar para comprender, para dialogar, para construir.
Defender la libertad de expresión no debe significar justificar la mentira, el insulto o el odio. Debe significar, sobre todo, defender el derecho a una palabra honesta, justa y comprometida con el bien común. Solo así podremos hacer de este derecho una herramienta para el fortalecimiento democrático y no un vehículo de su desgaste.
Es cierto: sin libertad de expresión no hay democracia posible. Este derecho garantiza la crítica al poder, el disenso ciudadano, la pluralidad ideológica. Pero sería ingenuo defenderlo sin condiciones. La historia, y la experiencia cotidiana, nos enseñan que la libertad de expresión sin ética es un arma peligrosa, y sin compromiso con la verdad, se convierte en propaganda disfrazada de opinión.
Por eso, el debate político debe incluir una revalorización de la ética pública en el ejercicio de la palabra. No se trata de censura, sino de responsabilidad. Un medio de comunicación que distorsiona, un político que manipula, un ciudadano que viraliza sin verificar, no están usando su libertad: están abusando de ella. Y ese abuso tiene consecuencias sociales, muchas veces irreparables.
Del mismo modo, la verdad ha dejado de ser una referencia compartida y se ha vuelto campo de disputa. La posverdad no es solo una estrategia de campaña: es un síntoma de que la política ha cedido espacio al espectáculo, al escándalo y a la polarización. Recuperar la verdad como principio ético-político no es un lujo académico, es una necesidad democrática.