En la cuna de la civilización occidental, la antigua Grecia, el término “idiotes” resonaba en las calles de Atenas con un significado muy distinto al actual: no como un insulto, sino como la descripción de aquellos ciudadanos que, en medio del bullicio de la ciudad y su vibrante vida comunitaria, optaban por el aislamiento y la preocupación exclusiva por sus asuntos personales, convencido de que los asuntos comunes no le concernían. Hoy, dos mil años después, la metamorfosis resulta perturbadora: hemos transformado lo que los griegos consideraban una deficiencia cívica en el ideal a seguir, elevando el individualismo extremo a la categoría de virtud social suprema.
La paradoja es devastadora en su perversidad: sociedades enteras celebrando su propia desintegración, aplaudiendo la muerte de lo colectivo mientras se ahogan en la soledad de sus majestuosas pantallas ultra-HD-4k-premium-plus (¡financiadas sin intereses hasta que el Sol se extinga!). El triunfo del neoliberalismo no ha sido económico —aunque sus apologistas insistan en ello— sino antropológico: ha conseguido que el ser humano, animal político por excelencia según Aristóteles, se enorgullezca de su aislamiento.
Las cifras dibujan un retrato desolador: en Latinoamérica, solo el 14% de la población confía en sus semejantes. El resto ha renunciado no solo a la confianza, sino a la vida comunitaria misma. No fue la violencia la que nos expulsó de las calles; fue nuestro propio abandono el que invitó a la inseguridad a ocupar el trono vacío de lo público. La profecía se ha cumplido con precisión matemática: al darle la espalda a lo público, lo público se convirtió en tierra de nadie.
¿Y qué decir de la nueva generación, heredera de esta catástrofe social? Jóvenes que nunca tendrán casa propia, que no podrán jubilarse, que han sido educados en la falsa premisa de pertenecer a una “clase media” que se define por su capacidad de endeudamiento más que por su prosperidad real. El espejismo de la prosperidad se desvanece al cruzar fronteras: un ciudadano noruego considerado pobre vive con ingresos que, en tierras ecuatorianas, lo coronarían como parte de una élite privilegiada. Esta disparidad obscena no es un accidente del sistema; es su objetivo.
El colmo de la ironía se manifiesta en las redes sociales, donde la atomización alcanza su forma más refinada: ya no pertenecemos a comunidades, sino que las comunidades nos pertenecen. Filtramos, bloqueamos y silenciamos hasta crear cámaras de resonancia perfectas, donde nuestros prejuicios encuentran solo ecos y aplausos, y nuestras más oscuras tendencias se multiplican en un espejo infinito de validación mutua. El resultado es previsible: tribus digitales de idiotas, en el sentido más griego del término, incapaces de construir puentes hacia el otro.
La salida de este laberinto no vendrá de arriba. No hay política pública que pueda resolver la crisis de un tejido social desgarrado, ni app que pueda sustituir el calor de la comunidad real. La respuesta, sugiere la sabiduría antigua, está en lo más básico: conocer a nuestros vecinos, hablar con el panadero, recuperar los espacios públicos. Como dijo Aristóteles a su hijo Nicómaco: No confíes en un hombre que no tiene amigos, porque es imposible que sea feliz.
La verdadera revolución de nuestro tiempo no requiere violencia ni manifiestos grandilocuentes. Requiere algo mucho más radical: volver a ser humanos, volver a ser políticos, volver a ser sociales. En una era de idiotas, la mayor rebeldía es recordar que fuimos, somos y seremos animales de manada, y que la única felicidad posible es aquella que se construye en comunidad.
La pregunta que queda flotando en el aire es incómoda pero necesaria: ¿Cuánto tiempo más estaremos dispuestos a sacrificar nuestra naturaleza social en el altar del individualismo? La respuesta, me temo, determinará no solo nuestro futuro como sociedad, sino nuestra supervivencia como especie. Porque si algo nos ha enseñado la historia, es que los idiotas, por más que se multipliquen, nunca sobreviven solos.