La deshumanización es un proceso insidioso que transforma a seres humanos en entidades abstractas, eliminando su individualidad y humanidad para justificar actos de crueldad extrema. Un ejemplo devastador de esto ocurrió durante el genocidio de Ruanda en 1994, donde la propaganda oficial redujo a los TUTSIS a simples “cucarachas”, una plaga que debía ser exterminada sin piedad.
Esta metáfora no fue casual, al despojar a las víctimas de su humanidad, se permitió que agricultores, religiosos y ciudadanos comunes tomaran machetes y garrotes para asesinar a quienes alguna vez fueron sus vecinos y amigos. Los testimonios de los perpetradores revelan cómo esta deshumanización les permitió cometer atrocidades sin remordimiento, llegando incluso a justificarlas como actos necesarios o inevitables.
En Ecuador, aunque aún estamos lejos de una tragedia como la de Ruanda, podemos identificar patrones preocupantes de deshumanización en el ámbito político. La polarización entre izquierda y derecha ha alcanzado niveles extremos, donde el discurso público ya no busca el debate constructivo sino la aniquilación simbólica del adversario. Líderes políticos, medios de comunicación y ciudadanos recurren a etiquetas despectivas para referirse a quienes piensan diferente.
Estas narrativas simplistas no solo dividen, sino que también crean un ambiente donde el odio se normaliza y el diálogo se vuelve imposible. Imaginemos un escenario donde esta retórica del odio se intensifica aún más, donde los seguidores de un partido político empiecen a ver a los del otro bando no como compatriotas con diferentes ideas sino como enemigos irreconciliables. En este punto, las palabras pueden convertirse en acciones violentas, como ha ocurrido históricamente cuando la deshumanización alcanza niveles críticos. El caso de Ruanda nos enseña que la violencia extrema no surge de la nada, sino que es el resultado acumulativo de procesos sistemáticos de odio, miedo y propaganda.
En Ecuador, la creciente polarización política, exacerbada por líderes de todo tipo que buscan consolidar poder a través del enfrentamiento, podría llevarnos por un camino peligrosamente similar si no actuamos a tiempo. Es clave promover un discurso basado en el respeto y la empatía, donde los líderes moderen su lenguaje y eviten demonizar a sus oponentes.
Como ciudadanos, debemos cuestionar las narrativas simplistas que reducen a las personas a meras etiquetas y recordar que detrás de cada ideología hay seres humanos con miedos, esperanzas y aspiraciones. Solo así podremos construir una sociedad que valore la diversidad en lugar de temerla.
A las ideas no se las combate con violencia, sino con diálogo, empatía y conocimiento. La confrontación pacífica y el compromiso con el entendimiento mutuo son las herramientas más poderosas para evitar que el odio y la deshumanización escalen hacia tragedias como las que han marcado la historia de la humanidad.