Imagine que está en un avión. Despegó de una pequeña isla donde todo era más simple: la gente se conocía, intercambiaban productos localmente, cada quien tenía su papel en la comunidad. Ahora está volando hacia lo que le prometieron sería un paraíso de progreso y abundancia. Pero a mitad del vuelo, el piloto anuncia una noticia alarmante: el destino al que íbamos no existe. No hay suficiente tierra firme para todos. ¿Qué hacemos ahora?
Esta es la brillante metáfora que Bruno Latour utiliza en su libro “Dónde Aterrizar” para explicar el momento crítico que vive la humanidad. Durante décadas, nos vendieron la idea de que la globalización era la respuesta a todos nuestros problemas. Nos dijeron que si dejábamos que los ricos se hicieran más ricos, eventualmente su riqueza “gotearía” hacia abajo y todos viviríamos mejor. Era una promesa tentadora: desarrollo tecnológico, productos más baratos, un mundo conectado y próspero.
Pero hay un pequeño detalle que nadie quiso ver: necesitaríamos cinco planetas Tierra para que todos pudiéramos vivir como un estadounidense promedio. No uno, sino cinco. Es como prometer lugares en un edificio de 100 departamentos a 500 familias: matemáticamente imposible. La promesa de la globalización resulta ser un espejismo, un oasis en medio del desierto que se desvanece cuando nos acercamos.
Lo peor es que no podemos dar media vuelta y regresar a como vivíamos antes. El mundo ya no funciona así. Cada país depende de los demás: uno produce los chips de computadora, otro ensambla los teléfonos, otro cultiva el café, otro fabrica los automóviles. Es como un enorme rompecabezas donde cada pieza necesita de las demás para tener sentido. No hay marcha atrás.
Y aquí viene lo más frustrante: sabemos que estamos en problemas. Los científicos lo dicen, los artistas lo expresan, los datos lo confirman. Es como si estuviéramos viendo venir un tren hacia nosotros y, aun así, no nos moviéramos de las vías. ¿Por qué? Parte de la respuesta está en nuestro bolsillo: lo que es malo para el planeta y para la gente suele ser barato, mientras que lo bueno es caro. ¿Cuántos de nosotros podemos permitirnos comprar siempre productos orgánicos o ropa fabricada éticamente?
Entonces, ¿dónde aterrizamos? Esta es la pregunta del millón. No podemos seguir volando indefinidamente, consumiendo recursos como si tuviéramos varios planetas de repuesto. Tampoco podemos volver a la simplicidad de las comunidades locales autosuficientes. Necesitamos encontrar un nuevo lugar, un nuevo modelo que no esté basado en el consumo desenfrenado ni en la falsa promesa de que todos podemos vivir como millonarios.
Quizás la respuesta está en un punto medio: mantener las ventajas de la conexión global pero recuperar la escala humana de lo local. Construir comunidades más resilientes sin aislarnos del mundo. Producir y consumir de manera más consciente. Redefinir qué significa realmente “vivir bien”.
El momento de actuar no es mañana, es hoy. Mientras nuestro avión surca los cielos del desarrollo global, el horizonte nos presenta dos escenarios inevitables: un aterrizaje consciente y planificado, o una caída precipitada por el agotamiento de recursos. El reloj del desarrollo sostenible marca horas cruciales, y cada minuto de indecisión nos acerca más a turbulencias que podrían ser irreversibles. La historia nos ha enseñado que las grandes transformaciones nunca son fáciles, pero siempre son necesarias. Este es nuestro momento de transformación, nuestra oportunidad de escribir un nuevo capítulo en la historia de la humanidad, uno donde el progreso no se mida en términos de consumo, sino en términos de equilibrio, donde la verdadera riqueza no se calcule en recursos extraídos, sino en recursos preservados para las generaciones venideras. El destino de nuestro vuelo dependerá de las acciones que tomemos hoy, en este preciso instante de la historia.