El escenario político actual nos ofrece una contradicción tan absurda que parece una comedia: libertarios autoproclamados aplaudiendo a Donald Trump, quien representa justo lo contrario de sus ideales. Carl Jung llamaría a esto «enantiodromía»: el fenómeno en el que algo se convierte en su opuesto, revelando «la sombra» —esa parte negada de nosotros mismos que sale a la luz en las acciones más incoherentes. Aquí, esa sombra se muestra de manera casi cómica en aquellos que ondean la bandera de la libertad económica mientras vitorean a quien encarna lo opuesto a sus principios.

Trump representa la antítesis del ideario libertario: promueve aranceles proteccionistas, rechaza el libre comercio, impulsa el intervencionismo estatal y defiende un nacionalismo económico agresivo. Sus políticas son un manual de lo que cualquier defensor del libre mercado debería repudiar. Sin embargo, aquí radica la fascinante contradicción: quienes ondean la bandera de la libertad económica aplauden entusiastamente a quien propone encadenarla. La situación se torna aún más peculiar cuando observamos el caso del presidente de Argentina,  Javier Milei y sus seguidores. Mientras proclaman la destrucción del Banco Central y la eliminación del Estado, celebran a un líder estadounidense que aboga por fortalecer el aparato estatal y manipular la política monetaria.

El culto a la personalidad que se desarrolla en torno a estas figuras no es accidental. El totalitarismo moderno no siempre llega vestido de uniforme militar; a veces viene envuelto en la bandera de la libertad, proclamando defender aquello mismo que destruye. Los libertarios que aplauden el nacionalismo económico de Trump no están simplemente siendo inconsistentes; están revelando una verdad más profunda sobre su propia relación con la autoridad. Esta devoción ciega hacia líderes que contradicen sus supuestos principios expone la fragilidad de sus convicciones. En este punto, solo hay tres posibilidades: o son libertarios genuinos, o son traidores a sus principios, o simplemente han perdido por completo el norte ideológico. ¿Qué clase de libertario celebra la imposición de aranceles? ¿Qué defensor del libre mercado aplaude la intervención estatal en la economía? La respuesta parece estar más relacionada con el culto a la personalidad que con principios económicos coherentes.

La paradoja alcanza su punto culminante cuando estos «defensores de la libertad» celebran políticas que fortalecen el mismo aparato estatal que dicen despreciar. Como sugería Nietzsche, a veces los más fervientes gritos de libertad esconden un profundo deseo de sometimiento, una verdad incómoda que se hace evidente en esta contradictoria adoración por figuras autoritarias. El movimiento libertario se encuentra en una encrucijada. Por un lado, sus principios fundamentales claman por la libertad económica y la reducción del Estado. Por otro, sus seguidores más vocales parecen más interesados en la retórica provocadora que en la coherencia ideológica. Esta división entre teoría y práctica amenaza con convertir al libertarismo en una mera pose, vacía de contenido real.

No es casualidad que este fenómeno ocurra en una época donde la política se ha convertido en un espectáculo y los principios ideológicos han sido reemplazados por lealtades personales. Los seguidores de estas figuras han confundido el ruido con la música, el espectáculo con la sustancia, y en el proceso, han terminado abrazando exactamente lo que juraron combatir.

Al final, la triste ironía es que estos libertarios terminan amando la bota que los oprime, siempre que esta venga decorada con los símbolos correctos y pronuncie las palabras adecuadas. La pregunta que queda flotando no es por qué Trump actúa como el estatista que siempre ha sido, sino por qué aquellos que dicen amar la libertad han elegido arrodillarse ante su antítesis. Quizás la respuesta más incómoda sea que, para algunos, la libertad nunca fue realmente el objetivo, sino solo una máscara para su propio deseo de sometimiento.

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