La elección de Donald Trump en 2016 no fue un accidente, ni un acto de rebeldía aislado. Fue el síntoma de un sistema político y económico que, incapaz de resolver sus contradicciones internas, genera monstruos como mecanismo de supervivencia. La narrativa de que Trump es simplemente un «error» o un «virus» en la democracia estadounidense ignora la raíz del problema, el capitalismo neoliberal, con su promesa incumplida de progreso, alimenta su propia resistencia.

Barack Obama llegó al poder en 2008 como un faro de esperanza para millones. Su retórica progresista —la defensa de la reforma sanitaria, la crítica a la desigualdad— ocultaba una realidad incómoda, su administración fue un rescate masivo al capital financiero. Mientras los bancos recibían billones de dólares tras la crisis hipotecaria, la clase trabajadora estadounidense enfrentaba desahucios, empleos precarios y un silencio cómplice ante la desindustrialización. Obama no fue un revolucionario, sino un gestor eficaz del statu quo. Su legado no es el de un traidor, sino el de un liberal pragmático que creyó, ingenuamente, que el sistema podía reformarse desde dentro.

Ahí reside la paradoja. Cuando las promesas de cambio se diluyen en compromisos con Wall Street, el desencanto se transforma en ira. Trump no surgió de la nada, fue la respuesta lógica a una izquierda que habló de justicia social mientras expandía los drones en Oriente Medio, que defendió los derechos LGBTQ+ pero ignoró a los mineros de West Virginia. Su retórica xenófoba y nacionalista no sedujo solo a supremacistas blancos, sino también a obreros que, tras décadas de abandono, vieron en su discurso anti-establishment una revancha simbólica.

Joe Biden heredó este paisaje fracturado. Su presidencia, presentada como un «regreso a la normalidad», ha sido cualquier cosa menos eso. En lugar de romper con el libre comercio, lo ha maquillado con un lenguaje verde; en vez de frenar el intervencionismo militar, lo ha extendido a nuevas fronteras como Ucrania. Su apoyo incondicional a Israel, incluso ante crímenes de guerra en Gaza, no es una anomalía, es la continuación de una política exterior donde los derechos humanos son moneda de cambio geopolítico. Biden no es un malvado, sino el custodio de un sistema que prioriza el beneficio corporativo sobre las vidas humanas.

La idea de que Trump y Biden representan polos opuestos es un espejismo. Ambos son productos del mismo ecosistema. Trump es la furia explícita del capitalismo en crisis; Biden, su rostro amable pero igualmente letal. La «oscilación» entre demócratas y republicanos no es una lucha ideológica, sino un teatro donde las élites aseguran que nada cambie sustancialmente. Cuando un bando falla, el otro toma el relevo, no para transformar, sino para preservar.

La historia se repite, pero no como farsa, sino como ritual. Cada crisis económica, cada guerra innecesaria, cada recorte a los servicios públicos alimenta el ciclo. La clase trabajadora, hastiada de elegir entre el mal menor, oscila entre la apatía y el extremismo. Trump 2025-2029 no sería una anomalía, sino la confirmación de que el sistema ha agotado su capacidad de regeneración.

Sin embargo, hay un error peligroso en reducir todo a una dialéctica marxista simplista. Culpar únicamente a Obama o Biden por el ascenso de Trump ignora factores como el racismo estructural, la desinformación digital o el colapso de los medios tradicionales. El capitalismo es un hueso con muchos perros mordiéndolo, algunos ladran por izquierda, otros por derecha, pero todos persiguen su pedazo.

La solución no está en votar al «menos malo», sino en cuestionar un modelo donde la democracia se reduce a elegir cada cuatro años qué gerente administrará la explotación. Mientras el capitalismo siga confundiendo libertad con libre mercado, los Trumps de este mundo no serán una excepción, sino la regla. Y la próxima vez, el monstruo podría no tener peluca naranja, sino algo mucho más sofisticado… y letal.

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