La creciente inseguridad y la crisis energética han alterado drásticamente la vida cotidiana, intensificando la ansiedad y angustia entre la población. Estos factores han cambiado la forma en que los ecuatorianos perciben su día a día, afectando su salud mental, sus hábitos y su sentido de pertenencia en la sociedad.

La inseguridad en el Ecuador ha alcanzado niveles alarmantes, con reportes diarios de delitos violentos, secuestros y crimen organizado. Estos eventos han aumentado el temor en las calles, limitando la libertad de movimiento de los ciudadanos, quienes evitan salir por miedo a ser víctimas de la violencia. En ciudades antes tranquilas, como Machala, Guayaquil y Quito, los residentes ya no disfrutan de las actividades cotidianas sin la preocupación de la inseguridad.

Este temor generalizado se ha traducido en un estado de alerta constante. La ansiedad generada por la inseguridad impacta directamente la salud mental de los ecuatorianos, quienes experimentan desde insomnio hasta ataques de pánico. Las estadísticas de trastornos de ansiedad en Ecuador han aumentado en paralelo con el alza de los índices de criminalidad, y los servicios de salud mental se ven saturados ante la creciente demanda de apoyo psicológico.

A esta situación se suma la crisis energética, caracterizada por frecuentes apagones que afectan tanto a las áreas rurales como a las urbanas. Los cortes de electricidad no solo interrumpen el ritmo normal de la vida, sino que generan incertidumbre sobre la estabilidad económica y social. Comercios, hogares, hospitales y escuelas quedan a merced de la disponibilidad de energía, limitando actividades esenciales y generando aún más estrés en una población ya debilitada por otros problemas.

Para las familias ecuatorianas, esta crisis energética también significa una pérdida de seguridad económica. La interrupción en el suministro afecta el trabajo remoto, la educación en línea y la operación de pequeños negocios, lo que genera una sensación de impotencia frente a la inestabilidad que parece fuera de su control. Así, el futuro se percibe incierto y amenazante, lo cual intensifica la angustia y el estrés generalizado.

La combinación de estos factores ha producido un cambio en el comportamiento colectivo. La confianza en las instituciones se ha visto distorsionada, y la ciudadanía se encuentra cada vez más desconfiada de las soluciones gubernamentales. Este sentimiento de desprotección y abandono genera una fuerte ansiedad colectiva, la cual puede observarse en el tono de las conversaciones, los comentarios en redes sociales y el aumento en la demanda de medidas de protección, como sistemas de seguridad privados.

Por otro lado, la solidaridad y el sentido de comunidad han comenzado a resquebrajarse, y la mentalidad de “sálvese quien pueda” está cada vez más presente. La falta de seguridad física y económica tiende a reducir el compromiso comunitario y la participación social, reemplazándolos con un estado de alerta y defensa constante.

Si el país quiere reconstruir una sociedad sana y resiliente, debe empezar por atender las raíces de esta angustia, promoviendo una mayor seguridad ciudadana y buscando soluciones sostenibles a la crisis energética

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